A continuación rescato un breve texto intitulado originalmente "¡Yo también quiero estar en el museo! La obra kitsch en la época de su reproductiblidad exquisita" y que, como reporte de una visita al Museo de Arte Carrillo Gil, fue entregado en la clase Arquitectura, arte y sociedad, impartida como parte del programa de Maestría en Arquitectura por el Arq. Felipe Leal. Las expresiones personales vertidas en aquel momento (octubre de 2006) quizá no serían las mismas que lo que un servidor pudiese manifestar hoy en día en torno al tema, no obstante, considero pertinente compartir estos párrafos y no dejarlos en el triste reposo del archivo muerto.
Walter Benjamín logra un vaticinio al escribir el texto La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica en donde reflexiona en torno a la vanguardia que aportaban el dadaismo, el constructivismo, el surrealismo; asumiendo la común convicción de la muerte del arte y su reemplazo por procesos cuyo estado -tomando el término utilizado por Dorfles- de fruición y producción estarán más próximos a la tecnificación y la mediación.Si trasladamos esta postura al acontecer que en nuestros días se está presentando en torno el culto casi desmedido al objeto kitsch, a lo naco, a lo vulgar; podemos estar conscientes de lo próximo a la noción que Dorfles nos presenta con respecto a las estratificaciones del gusto. Hoy en día nos resulta exquisito, por no decir convencional, ver un objeto kitsch en una tienda departamental, ya sea plasmado en una bolsa, en una camiseta, en un cartel publicitario, o puesto a la venta en alguna boutique como un objeto comercial sobrevalorado y etiquetado a un precio incongruente a la vulgar naturaleza de tal accesorio. Ver como íconos de identidad a personajes reconocidos popularmente como “El Santo”, Rigo Tovar, “Carmelita” Salinas, o divinizar objetos tales como la alcancía en forma de puerquito, al Superman o a una Barbie “cabezones” -consecuencia de la ingenuidad de los procesos de (reproducción “piratas”- es sintomático de que esa exquisitez por lo burdo, transportará -de hecho, ya es patente- este bagaje de lo ramplón hacia lo camp.
Apreciar alguna muestra temporal que se exhiba en el Museo de Arte Carrillo Gil de la Ciudad de México, hojear el catálogo de la Bienal Plástica Bajacaliforniana más reciente, escuchar la excitante amalgama que logran el colectivo Nortec con la Banda Agua Caliente, o ver como proliferan las sucursales de la tienda NaCo es constatar que el disfrute generalizado de lo vulgar se ha derramado de las esferas más “popularistas” hacia las más “selectas”, haciéndose ambigua la distinción entre lo kitsch y lo camp. Por su parte se ha encontrado que los mecanismos de reproducción y de (re)presentación son mayormente accesibles y las aspiraciones en torno a la abstracción escasean.
La arquitectura no escapa de este fenómeno, la disneylandización de los suburbios; el pastiche arquitectónico heredado de la posmodernidad; el copy-paste que pretende colocarse como un supuesto “homenaje” a la arquitectura del repertorio formal con que cuentan las llamadas vacas sagradas o vedettes del star system; entre otros padecimientos, hacen reconocible esa condición.
Ahora no será admisible que la crítica de arte se rehúse a abordar el problema del kitsch, problema en tanto que el estrato de lo “pésimo” se coloca en su producción, en términos cuantitativos, por encima del mid-cult, del camp... de la producción artística contemporánea.
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