Ayer concluimos la clase de Historia del Arte y la Cultura en la Facultad de Arquitectura y Diseño de la UABC y, como ha venido sucediendo en los últimos dos años, el curso cerró con una serie de exposiciones por parte de los alumnos en los cuales se estudiaron algunos ejemplos del arte moderno, ubicándonos en el marco de sus respectivas tendencias (dadaísmo, expresionismo abstracto, land art, entre otros). En cada uno de estos cinco semestres el común denominador ha sido la confrontación de opiniones, mismas que suelen dejarnos situados en la pausa ante esta cuestión: "Entonces, ¿qué es arte?" Celebrando estos dos años de enriquecedoras experiencias publico ahora un breve texto que -en aquel momento- solamente intentaba resumir el capítulo "La fruición estética" del libro Las oscilaciones del gusto. El arte de hoy entre la tecnocracia y el comunismo, obra del crítico de arte, pintor y filósofo italiano Gillo Dorfles.
En definitiva, el acto creativo no se realiza por el artista sólo; el espectador pone la obra en contacto con el mundo exterior descifrando, e interpretando, sus características internas, y con ello añade su contribución al acto creativo. Esto llega a ser más evidente cuando la posteridad da su veredicto final y, a veces, rehabilita a artistas olvidados.
Marcel Duchamp, 1956.
Cuántas veces hemos escuchado en alguna galería o sala de arte moderno o contemporáneo, la reacción que peyorativamente el público hace al encontrarse con una obra ya sea de arte conceptual o arte pop; dadaísmo o expresionismo abstracto... "¿Esto es arte? ¡Es una burla! ¡Hasta yo lo puedo hacer! Entonces, ¡yo también soy artista!" Esto puedo apuntarlo como sintomático de la fruición o disfrute estético de nuestros días.
Esta resistencia al arte contemporáneo por una buena parte de ciertos grupos de espectadores se puede revelar como un estancamiento en aquello que etiquetamos como “gusto”. Esa añeja noción de “buen gusto”, cuyo enfoque estaba basado en los antiguos cánones que indicaban qué era belleza y qué era arte, o del “mal gusto”, que era todo aquello que no consideraban los dogmas como objeto artístico, parece estar aún presente, acentuándose el rigor de despreciar nuevas expresiones cuando surgen -hace ya un siglo- movimientos de repulsa como el Dadá.
Al surgir este arte de repulsa por ejemplo, posicionado en contra de los cánones, de los lugares “dignos” para exhibir el arte, de la crítica de arte y de la burguesía en ciernes que se jactaba ya de tener voz para calificar qué entraría o no en una de sus galerías, se da por sentado que el arte como tal ha muerto. Esta revolución, que viene a ser el germen tanto del expresionismo abstracto como del arte póvera, o del art brut, pone para muchos en tela de duda el valor de la producción artística de nuestros días; de tal modo que la idea de objeto de arte perdurable se esfuma, ya no hay monumentos; el objeto ya no tiende a la permanencia, sino a lo efímero, a lo desmontable, a lo desechable. Incluso, el objeto resultante como tal ya carece de valor, lo que importa y trasciende es el proceso. El culto al objeto ha fenecido, el pensamiento se revalora -o valora- como recurso.
Detrás de una simple lata de sopa Campbell’s existe un trasfondo más fuerte que el mero placer de exhibir lo cotidiano, lo popular. Si se juzga entonces quién es o no artista… ¿Quién tiene en nuestros días el poder o la capacidad de ejercer la crítica?
*El texto fue preparado para la clase "Arquitectura, arte y sociedad", impartida por el Arq. Felipe Leal dentro del programa de Maestría en Arquitectura, en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. México, D.F., octubre de 2006.
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